En el momento en que nos ocurre un acontecimiento emocional fuerte, se crean nuevas conexiones neuronales en el cerebro, se fortalecen repitiendo la experiencia y se refuerzan con la producción de hormonas, se fijan y se convierten en un hábito o patrón de comportamiento.
Por ejemplo, un niño puede conservar impresiones agradables de la primera vez que fue al cine el día de su cumpleaños: el recuerdo consistirá en la fecha, los colores corporativos del cine, la película, la sensación de la entrada en las manos, el olor y el sabor de las palomitas y otros detalles. Todos juntos le proporcionaron esa primera vez un intenso subidón de hormonas de la felicidad y el placer, el cerebro recordó que ir al cine era algo bueno, y en el futuro, cuando el niño (incluso de adulto), encuentre al menos una o más de estas señales de combinación feliz, el cerebro recibirá un subidón de hormonas de la felicidad. Una pequeña, como demostración del placer que esta persona obtendrá si va al cine, en lugar de quedarse de brazos cruzados.
Las hormonas de la felicidad son responsables de la formación de hábitos. Son una parte importante del sistema de motivación y recompensa de nuestro cerebro; cualquier cosa que nos resulte placentera se relaciona con ello. Puede tratarse de comida deliciosa, comida rápida (porque tanta grasa y azúcar, difíciles de encontrar en la naturaleza, revientan literalmente nuestras papilas gustativas), sexo y aquellos rituales y objetos a los que una persona se ha acostumbrado.
Algunos hábitos reforzados por el cóctel hormonal se forman en nosotros de forma inconsciente. Por ejemplo, es el hábito de comer estrés, familiar para muchas personas. Cuando una persona siente ansiedad y miedo, produce cortisol, una hormona del estrés, que en la naturaleza, en tiempos en que el hombre tenía que huir de leones y osos, ayudaba a no pensar y a mover los miembros más deprisa. Ahora la naturaleza del estrés ha cambiado: las personas rara vez son perseguidas por animales salvajes, en su lugar llegaron los plazos, los riesgos y otros horrores intangibles. El cortisol, al encontrarse con ellos, funciona según el viejo patrón: huir, esconderse o defenderse para que el cerebro se dé cuenta de que está a salvo y obtenga hormonas del placer como recompensa por haber salvado una vida con éxito.
